jueves, 30 de abril de 2009

la hora ha llegado

. Adiós con el corazón, si con el alma no puedo. Al despedirme de ti de sentimientos me muero.......... .*.*.*.*.*.*.*.*.* En algún lugar nos volveremos a encontrar y seguiremos repitiendo que la vida es un misterio, que sólo hay que animarse a atravesarla.

sábado, 25 de abril de 2009

LÁGRIMAS NEGRAS.

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Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad. ¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada. Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: "qué calor hace", "dame agua", "¿sabes manejar?,"se hizo de noche"... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde", y tú sabías que decía "te quiero".) Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.
JAIME SABINES

A CARTA

. Cenas Do filme A Casa do Lago

Es preciso saber vivir.

. Titãs - É Preciso Saber Viver Hay ciertas canciones que tienen un dejo de nostalgia, que pasan por nuestra memoria como flashes intermitentes. Que dan ganas de escucharlas con una copa de algún vino favorito y dejarse llevar por la música. Y después de todo me pregunto: ¿Sabré vivir? Siento que tengo mucho que aprender. Hoy estoy particularmente nostalgiosa.

viernes, 10 de abril de 2009

El miedo no es zonzo

Casada hace unos cuantos años, Carol trae una y otra vez a sus sesiones de análisis el dilema de la separación de su marido. Dice haber llegado sin amor al casamiento pero encontrando en él una posibilidad de tomar distancia de sus padres. El padre la llamaba “mi princesita” y ella correspondía con una idealización que apenas disimulaba su inconsistencia. Por la madre, en cambio, siempre sintió un intenso amor-odio; esa madre, ejerciendo sobre Carol una fascinante tiranía, vivió a través de ella una segunda juventud. Si acompañaba a la hija a comprarse una minifalda, en algún momento salía del probador luciendo la más llamativa, concitando los elogios de las vendedoras. Si paseaban juntas, era ella quien solía recibir los piropos. Tal vez Carol no tuvo debidamente en cuenta que, no bien conoció a Darío, la madre lo aprobó como candidato, del mismo modo como había denostado a otros, salvo a un enjuto abogado con el que no prosperó la relación. Llegó el casamiento, llegaron los hijos y el matrimonio adquirió solidez, sobre todo merced a un fuerte cruce de poderes: Darío, exitoso administrador de empresas con intereses en la Bolsa, le hacía sentir que era el dueño del dinero; él decidía qué compras hacer –ya fuese una casa, un automóvil o el empapelado de las paredes– y manejaba con cuentagotas el dinero del que ella podía disponer. Carol, sabedora de que el marido admiraba su belleza y era proclive a lucirse con ella en reuniones sociales, dosificaba con celo negativo los favores de entrepierna. Desde sus respectivos feudos, Darío y Carol vieron pasar los años sin ceder territorio, en un tiempo en suspenso que, por falta de transcurso, tampoco alcanzaba a despertar de su insomnio persistente. Tal vez por efecto del análisis o incentivada por alguna extravagancia no marital, Carol comenzó a descubrirse imaginando que su vida podría cambiar y se dejó guiar por distraídas fantasías que terminaron forjando la determinación de separarse. Entonces sintió un segundo efecto del poder de Darío. Las ocurrencias de Carol solían pasar por temas trajinados en sesión: que si ella condescendía con los reclamos de Darío y una noche cogían, a la mañana siguiente encontraba generosos billetes en la mesa de luz. ¿Era ella, acaso, una prostituta? Casi, pero legalizada. Y allí la pregunta crucial: ¿Y si se separaban? Entonces aparecía el miedo. Sin Darío quedaría desamparada, en una impensable indigencia. Y el augurio nefasto se agigantaba, volviéndose más terrible cuanto más acentuaba el aspecto negativo, la absurda imagen de lo inimaginable. Perdería la casa, tal vez los hijos quisieran irse con el padre si él los ponía al tanto de su infidelidad. Como hábil neurótica, Carol había logrado que él se enterase, olvidando algún papelito con número telefónico y nombre cifrado en el mismo cajón donde él acostumbraba dejarle dinero o guardando otro con las palabras encendidas del amante en la cartera que llevaba la noche en que, pretextando una cena con amigas, volvió de madrugada. En fin, pistas que aseguraban el extravío y advertían al celoso Darío que debía tomar cartas en el juego de las escondidas. No, no podía ser, se decía Carol, arrasada por el miedo: quedaría desprovista de todo amparo, quedaría en la calle. Mi oreja freudiana escuchó ese “en la calle” como que se convertiría en una “mujer de la calle”, condenada por su desvarío. Entendí ratificada la aseveración de Freud acerca de que la agorafobia femenina suele ser una revuelta contra la tentación de ser puta. Que una cosa era prostituirse módicamente con Darío, intercambiando sexo por dinero, y otra quedar expuesta a “los hombres”, esos que solían dedicarle palabras poco inspiradas cuando salía a pasear con minifalda y sin madre. Pero de comprobar la validez de la afirmación freudiana a conseguir algún resultado interpretativo había mucha distancia. Carol permanecía, gracias a las esporádicas infidelidades, fiel a su marido, instalada en el espanto de las consecuencias de la separación. Fijada en este punto, el tiempo del almanaque siguió corriendo y llegó una de las periódicas crisis económicas que la ley del libre mercado –llamémosla así– deparó al país. Los emprendimientos de Darío se desmoronaron como castillo de naipes, y del esplendor pasó a llenarse de deudas. Faltó dinero para saldar las cuotas de la hipoteca de la casa del country, se acumularon los períodos impagos del costoso colegio de los hijos, la heladera se convirtió en patética evidencia de la penuria. Carol buscó trabajo y lo obtuvo como vendedora en la casa de ropas donde solía comprar minifaldas, y se fue transformando en sostén de la casa. Los hijos les hacían airados reclamos a Darío y Carol, sin entender que esos padres, que los habían colocado en el mejor de los colegios, ahora les hicieran perder su condición inscribiéndolos en institutos de poca monta. ¿Y el miedo de Carol a la separación? He aquí el tema. Absurdamente, a pesar de que las cuotas del gas, de la luz o la televisión por cable fueran pagadas por ella, siguió pensando que si se separaba, ahora de un marido insolvente, quedaría condenada al desamparo. En esto, nada se había alterado. En un comienzo, el miedo parecía señalar una consecuencia lógica de su acto, pero el paso del tiempo desnudó otra lógica, de validez inconsciente. Faltando los elementos de la supuesta realidad en la que el miedo fundaba sus pronósticos, éste persistía con mayor énfasis. Importa advertir lo siguiente: el miedo anuncia que, de atrevernos a un acto transgresivo, sucederá algo nefasto. Augurando una consecuencia, el miedo coloca en el a posteriori lo que es puro a priori; de este modo tiende a cancelar el acto en ciernes. No es posible conocer de antemano el después del acto, porque ese acto necesariamente altera los fundamentos de lo dado previamente. El desamparo temido por Carol no era otra cosa que la falta de resguardo en la extensa negociación donde cada uno administraba sus impotentes poderes. Si produzco este oxímoron es porque esta forma de imaginar el poder sólo expresa impotencia. Habituados como estamos a deslizar el poder hacia su caricatura autoritaria, tendemos a asimilarlo con cierta disponibilidad arbitraria sobre personas o cosas. Las respectivas encerronas de Carol y de Darío son prueba de ello, como si fuese equivalente conjugar los verbos “poder” y “poseer”. Ciertas palabras, como “dueño”, lo sugieren, aunque tengan origen diverso. El “don” de alguien es menos algo concreto que una cualidad, y el “duende” –de donde proviene– un espíritu juguetón que solía habitar lugares o casas. Ausente de la casa de Carol y Darío cualquier atisbo juguetón que aliente al duende, cada uno creyó adueñarse a su manera del poder en la casa. El impulso de Carol a separarse es un intento de alcanzar alguna forma de libertad que destrabe el cancel de la impotencia. La sabiduría popular dice que el miedo es mal consejero. Es así, pero no porque presagie algo falso o que no pueda ocurrir, sino porque el miedo tiende, con sus presagios, a escamotear el acto mismo. ¿El miedo es un síntoma? Lo es en caso de que logre el objetivo de suspender indefinidamente el acto en cuestión paralizando al sujeto. Otras veces uno sabe que debe atravesar el miedo para lograr la valentía. ¿Es el miedo-síntoma la expresión disimulada de una fobia? Interesante pregunta. En su revisión clínica de 1925, Inhibición, síntoma y angustia, Freud alude una y otra vez al “miedo angustioso de la fobia”, tendiendo puentes entre estas tres nociones en su común espanto ante la castración, el articulador que despeja en ese momento para la clínica. Difícil concepto que mantiene un despertar en suspenso, un tiempo de despertar cuya condición es animarse a entrever lo que no es, lo que no se es. Al reconsiderar el “caso Juanito”, Freud se pregunta por qué su miedo angustioso configuraba una fobia y no una comprensible reacción afectiva; de modo más sencillo de lo que podría suponerse –Freud es sencillo de leer y difícil de estudiar–, responde que se trata de una fobia, porque el énfasis del conflicto se desvirtúa al viajar por desplazamiento desde la figura parental hacia el caballo como objeto que despierta angustia. ¿Qué sucede en el miedo-síntoma? En primera aproximación, la diferencia con la fobia es notoria: el objeto fobígeno, suficientemente alejado del núcleo del conflicto, resulta anacrónico, mientras que en el miedo parece haber adecuación entre la situación temida y su agente productor. Aquí radica la dificultad con el miedo, pues uno puede comprender con facilidad y equivocar la dificultad. Arriesgo mi hipótesis: el miedosíntoma en algo comparte la técnica de la fobia; visto con detenimiento, resulta una fobia cuya habilidad radica en producir un movimiento de torsión en la escena del miedo hasta privilegiar un objeto a su medida, es decir, verosímil. Lejos de la escena onírica o de la trágica, el miedo despliega su imaginario en la escena realista. El miedo se afirma en su principio cuando menta o miente la realidad. ¿Cómo no creerle a Carol su problema con Darío? Y sin embargo... el hilo del análisis permitió remontar la angustia por el desamparo ante la separación a otra fuente, que en Carol es relativa a la madre. Esa que marcó a Darío como el candidato potable, y Carol lo conquistó sin esfuerzo y sin amor. Esa que en una reunión social, advertida de que a su hija no le era indiferente cierto hombre, le dijo: “Si yo tuviera veinte años menos –la edad de Carol–, ese fulano no se me escapaba”. Y a partir de allí Carol se desesperó porque el fulano no se le escapara, hasta que logró alcanzarlo y lo convirtió en su amante. De lo que no escapó fue de la influencia de esa madre, que así vivió una segunda vida, tal vez primera en intensidad, a través de su atrapada hija. El caso de Carol nos ubica en la tardía observación de Freud, quien, al postular la fase preedípica en “Sobre la sexualidad femenina” (1931), admite: “Hasta hube de aceptar la posibilidad de que muchas mujeres queden detenidas en la primitiva vinculación con la madre, sin alcanzar jamás una genuina reorientación hacia el hombre”. Carol teme a la libertad y que la separación sea “quedar en la calle”; eso la dejaría, según reiteradas ocurrencias de sesión, frente a los hombres. El matrimonio garantiza que no ocurra. El enfático Darío resulta el vigía materno. Y si Freud tuvo razón al establecer la problemática de la castración para las fobias, el miedo de Carol también gira en torno de esta referencia. La separación es el sino del dilema: lograrla sería liberarse. ¿De Darío? Tal vez, pero en su fundamento sería sacudirse el emblema que la sostiene incólume, rebelarse contra la díada marido/madre que a su merced se completan y abismarse a un vacío en que el hombre puede aparecer y ella despertar de una larga, cotidiana pesadilla. Pero el miedo no es zonzo; de continuo susurra al oído de Carol las penurias que acarrea andar suelta por el mundo, del mismo modo que promueve las ilusorias ventajas de permanecer en el sistema de los poderes cruzados y el vacío libertario denegado. Por Carlos D. Pérez * * Psicoanalista. Autor de Tiempo de despertar. // fuente:Página 12

domingo, 5 de abril de 2009

EL ANGEL. Poldy Bird

Esta dura batalla de vivir nos embarulla. Queremos abarcarlo todo con los brazos abiertos, extendidos, y los ojos perdidos en un horizonte circular que se aleja a cada paso que damos hacia él. Estos ojos vueltos hacia afuera, siempre hacia afuera, tratando de descubrir la precisión de los contornos, la realidad de las imágenes. Esta mente con su fichero numerado, catalogando cosas, actos pasiones, sentimientos, gentes. El trabajo es arduo, interminable. La balanza no cesa de pesar. Ayer teníamos un jardín con mariposas, con ranas, con charcos, con un ángel de conocido rostro que enlazaba la diminuta mano de la infancia y nos enseñaba canciones para entonar la música de las rondas. Queríamos porque sí. No nos culpábamos de nada ni buscábamos culpables. Éramos blancos, íntegros y nuestros. Nos asombrábamos de la maravilla de una flor, de los ojos fosforescentes de los gatos transitando la noche, de los bichos de luz, de la voz de la madre anunciando la sopa caliente o los buñuelos, del padre fuerte y cansado regresando a la tarde del trabajo. La vida era un abrigo tibio en el invierno y un aire azul por el que nuestro cuerpo navegaba en el verano. Un aire azul y un ángel..., siempre el ángel. ¿Qué pasó después? Amontonamos cifras, dimos nombre a los ríos y a las ciudades, dimos nombre a esa ternura natural que surgía de nosotros como un manantial interminable. La llamamos "amor" y escogimos cuidadosamente a quienes podían recibirlo, a quienes podíamos aceptárselo. Y aquel camino ancho, aquel camino llano, se fue estrechando hasta transformarse en una callecita angosta, en un desfiladero por donde sólo podemos pasar de uno en fondo. De uno en fondo y cada vez con menos equipaje. Lo primero que dejamos fue el ángel. Después los sueños. Más tarde la ilusión, la fantasía y hasta la generosidad. Cada vez más desconfiados, empezamos a escrutar los ojos de quienes nos rodeaban, a estudiar sus movimientos: ¿iban a acariciarnos o a golpearnos?. Nuestras alforjas se llenaron de inquietudes, de miedos, de vanidades, de egoísmo. Separamos "lo nuestro" de lo de los demás, pusimos un cerco para proteger nuestro lugar, bebimos ávidamente nuestra agua, comimos hambrientamente nuestro pan, más del que nuestra hambre nos pedía, por las dudas de que alguna vez llegara a faltarnos... y empezamos a llamar "superfluas" a cosas como los barriletes, las oraciones y los milagros. Y ya el cielo no nos pareció tan grande ni la tierra tan inmensa, ni tan valiente el hombre, ni tan tierno el pecho amigo, ni tan desinteresada la mano que se ofrecía a estrechar la nuestra. Y defendiéndonos de los otros, los marginamos. Pero la culpa es nuestra. Porque miramos al hombre con su traje planchado y sus zapatos nuevos y su nombre completo, olvidando que adentro de cada uno hubo un chico que jugó en el mismo jardín que un día tuvimos, un chico con un ángel igual al ángel que nos llevaba de la mano... No quiero ser amarga, sólo quiero decirle que he sufrido, como usted, como todos..., sólo quiero decirle que estuve triste como usted, como todos, y de pronto me sentí encerrada, y de pronto me sentí prisionera, incapaz de dar un paso más, de reír, de ser feliz, completamente feliz... Hasta hace un rato. Hace un rato crucé por una plaza. No sé por qué pasé junto a las hamacas y un chiquillo me dijo: "Hamáqueme fuerte, quiero tocar el cielo con los pies". Me lo dijo sin preguntar mi nombre, sin preguntar si yo era buena, sin preguntar cuánto dinero llevaba en mi cartera. Solamente me dijo hamáqueme hasta el cielo, y no se puso a calcular los metros que lo separaban del cielo. ¿Para qué? Estaba allá. Era azul. Era ancho. También podía ser suyo. Tenía derecho a él. Dejé mi cartera sobre la arena, lo hamaqué con todas mis fuerzas. -¡Lo toco! -Gritaba entusiasmado-. ¡Lo toco! ¿Ve? Reía. Y su risa era una cuchara de plata tintineando en el cristal del aire. Y mi risa era también una campana azul en el aire de enero. Alguien, a mi costado, reía conmigo. Reía en esta tarde, reía porque sí. Era el ángel. El ángel antiguo y vapuleado, el ángel olvidado, el ángel de la infancia que por fin encontró un lugar libre junto a mí y, sin pedir permiso, se agarró de mi vestido, se zambulló en mi cuerpo y me ayudó a hamacarlo. En la mitad del día, en la mitad del dolor, quebrando la seriedad de nuestro oficio de adultos austeros, reconcentrados, grises, hay siempre un chico volando en una hamaca. Un chico que somos nosotros mismos queriendo tocar el cielo como sea. Basta con detenerse a hacerlo. Basta con agarrar su mano leve y decirle despacio las cosas más disparatadas y hermosas: que es lindo estar vivo, que el corazón no necesita un motor a chorro para tocar las nubes, pues sube solo, como el incienso de las bendiciones, si lo dejamos escapar un instante de la rutina. La verdad es esa, simplemente, esa cosa tan simple que de tan simple tenemos olvidada. Cuando dejé la plaza, en mi pecho reverberaba una fuente. Iba sonriendo. Algunos se detuvieron para mirarme, y sonrieron también. Creían que le sonreían a una muchacha sola y un poco loca que se reía por nada. No sabían que también le estaban sonriendo a un ángel invisible que iba colgado de mi brazo.

REFLEXIÓN.-

Avanzar por la vida, crecer, hacernos adultos, desarrollarnos en este mundo con su vertiginosa carrera hacia lo material, contamina inexorablemente la pureza que teníamos cuando éramos niños. Y en ese avance (¿avance?) vamos perdiendo cosas: Perdemos espontaneidad, perdemos frescura, perdemos sinceridad, perdemos sonrisas, perdemos las ganas de jugar, perdemos alegrías, perdemos tiempo para gozar. Y ganamos egoísmo, nerviosismo, estrés, tristezas, situaciones forzadas, muecas en lugar de sonrisas. Es que aparentemente crecimos... ¿crecimos? A veces veo a los niños zambullirse a plena risa en los peloteros, y rebotar divertidos en las camas de aire de las casas de juegos y gatear a través de laberintos y túneles de cuerdas sin más preocupación que la de divertirse con sus juegos. Y no me avergüenza confesar que con muchas ganas me pondría a saltar con ellos y dejaría que mi cuerpo sienta el placer de rebotar sobre el colchón inflado. Y daría lo inimaginable para recobrar la pureza, la inocencia, la frescura y la espontaneidad de mi niñez; descontaminarme de todo lo nocivo de este mundo que solo nos conduce a la destrucción y a la infelicidad porque nos fuerza a meternos en una maquinaria para la que no estamos preparados. Quisiera despojarme de todo eso, pero sospecho que... es demasiado tarde. Pero también creo que, si un día me libero de mis ataduras y me lanzo, sin pensar en nada, a rebotar sobre el colchón de aire, quizá... quizá no esté todo perdido.

miércoles, 1 de abril de 2009

PALABRAS PARA JULIA.

......... cuánta sensibilidad encierra este poema cantado por Mercedes Sosa y Liliana Herrero. Me conmovieron. Y encontré esta versión de Paco Ibáñez y quedé enamorada. Tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable. Hija mía es mejor vivir con la alegría de los hombres que llorar ante el muro ciego. Te sentirás acorralada te sentirás perdida o sola tal vez querrás no haber nacido. Yo sé muy bien que te dirán que la vida no tiene objeto que es un asunto desgraciado. Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti como ahora pienso. La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor.