jueves, 14 de mayo de 2009

MARIA y MARÍA.

María Cipollone, con sus jóvenes años, sus dos hijas en brazos y la imposibilidad absoluta de pronunciar una palabra en nuestro idioma, se sentó en el verde y nada confortable banco de la estación de trenes de Venado. Ni siquiera sabía dónde estaba. Pero la única certeza que importaba era la de saber que aquí la esperaba su marido. Con esa certidumbre en sus ojos, se quedó esperando. No se percató siquiera si hacía frío o calor. Sólo tenía ojos para mirar a la puerta por donde entraría su hombre. El viaje desde su Italia había sido muy largo, pero el amor lo compensaba todo. Falló la comunicación para que Ércole fuera al puerto de Buenos Aires a recibirla en sus brazos y ella, a fuerza de preguntar y preguntar a todo aquel que pudiera entender en su lengua madre cómo se podía llegar a Venado Tuerto, encaró la titánica aventura del ferrocarril con destino incierto. Por suerte, la fortuna estuvo de su lado y después de un largo rato estaban abrazados como por años no habían podido hacerlo. Las niñas lloraban, confundidas y apretujadas en la felicidad de sus padres. Después, cuando llegaron a la chacra, como si nunca se hubieran separado, María volvió a la rutinaria tarea de cuidar a la familia y Ércole a sus labores de campo. Y la vida siguió fluyendo con esa extraordinaria sencillez que tiene un día de inmigrantes, trabajo de sol a sol hasta que llegó el relevo de los hijos. Por esos mismos años de principios del siglo XX, otra María, Fuster de apellido, comenzaba a trazar la paralela contradictoria del destino que se cruza entretejiendo vidas. Era peluquera en Altea, Valencia, y en esos meses se había casado con Matías Mestre, un joven que se convirtió en el amor de su vida y que también había decidido probar suerte por estos pagos. Él viajaría a la Argentina por un año y, si los hados eran propicios, volvería a buscarla al Levante para instalarse en algún lugar de esos que esperaban, feraces, las manos y el sudor para dar sus frutos. Así fue y así se hizo. Una cosecha le bastó a Matías para comprender dónde estaba el futuro. María abandonó todo, hasta el mar, que amaba con locura por el sol para lavar la ropa en sus orillas y las coplas que entonaban las muchachas de la aldea. Por su parte, Matías debió traerse de recuerdo el perfume de los azahares del naranjal, confiado a los parientes que quedaban allí, entre lágrimas y esperanzas. Ya aquí, fueron arrendando campos en el extremo sur de Santa Fe, para echar raíces, por fin, en una chacra cercana a Venado y lindera a la de una familia italiana, tal como en los otros tantos lugares donde habían estado. Por entonces, había varios hijos. Entre ellos, uno al que María quería llamar José y se lo encomendó a Matías para el día que fuera al pueblo. Así lo hizo el hombre, pero vaya a saber por qué, si la desmemoria o la poca atención, el niño apareció inscripto como Juan. Salta a la vista el origen de los nombres de quien esto escribe con sólo decir que ese José devenido en Juan sería mi padre. Pero volvamos al hilo de la historia: las dos familias se unieron por la amistad y los padrinazgos, para nunca más separarse. En tantos años de luchas y avatares, los Mestre dejaron las tareas rurales y compraron una casa en venado Tuerto. Al poco tiempo, los Spianamonte hicieron lo propio. María Cipollone, apenas instalada, se prometió a sí misma: “Mañana por la tarde iré a visitarla a María”. No pudo cumplir con su promesa. A la mañana siguiente le avisaron que esa madrugada había muerto. Dos años después, mi madre comenzó su noviazgo con Juan Mestre y se casaron. A los pocos años, Nilda, mi tía materna, casi una adolescente, conoció a un muchacho llamado Héctor Spianamonte, hijo de María y Ércole. Por ese fatalismo que hasta lo azaroso tiene, se casaron para que la vida de esos cuatro abuelos perdure en un solo nombre que todo lo resume: María. © Juan José Mestre

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